Lunes.- Este animal nuevo, de larga cabellera,
está resultando muy entrometido. Siempre merodea en torno mío y me sigue a
donde yo voy. Esto me desagrada; no estoy acostumbrado a tener compañía.
Debería quedarse con los demás animales. El día está nuboso y sopla viento del
Este; creo que tendremos lluvia. ¿Tendremos?
¿Nosotros? ¿De dónde he sacado yo esto de nosotros? Ya caigo. Así es como
habla el animal nuevo.
Martes.- Estuve contemplando la catarata
grande. Para mí, es lo mejor que hay en esta finca. El animal nuevo la llama
Cataratas del Niágara. No me alcanza el por qué. Dice que da la impresión de
ser las Cataratas del Niágara. Esto no es una razón, sino simple capricho y
tontería. Yo no tengo oportunidad de poner nombre a ninguna cosa. Sin darme
tiempo a protestar, el animal nuevo va poniendo nombre a cuanto se alza ante
nosotros. Y siempre alega idéntica excusa, que da la impresión de que fuera
eso. Pongamos el caso del dido. Asegura que basta echarle la vista encima, para
darse cuenta de que da la impresión de un
dido. No me cabe duda de que tendrá que quedarse con ese nombre. Me resulta
molesto preocuparme de semejante cosa, sin contar con que nada se adelantaría.
¡Dido! Da la misma impresión que yo de ser un dido.
Miércoles.- Me construí un cobijo para
defenderme de la lluvia, pero no hubo modo de que lo disfrutase yo solo y en
paz. Se metió el animal nuevo, y ante mis intentos de expulsarlo de allí,
empezó a derramar agua por los agujeros que le sirven para mirar, y luego se
los secó con el revés de sus garras, y dejó oír un ruido semejante al que hacen
los demás animales cuando sufren. ¡Si no hablase! Porque siempre está hablando.
Esto suena a menosprecio de este pobre animal; a difamación; pero mi intención
no es ésa. Hasta ahora no había oído yo la voz humana, y cualquier sonido nuevo
y extraño que rompe el silencio de estas ensoñadoras soledades me hiere el oído
y me suena como una discordancia. Además, este sonido nuevo suena muy próximo a
mí; junto a mi mismo hombro, junto a mi oreja misma, tan pronto a un lado como
al otro, y yo estoy acostumbrado únicamente a sonidos más o menos alejados de
mí.
Viernes.- A pesar de todo cuanto yo hago,
sigue el desatinado poner nombres a las cosas. Yo tenía pensado para esta finca
un nombre muy apropiado, que suena bien y es bonito: Jardín del Edén. Para mis adentros sigo llamándolo así, pero no en
público. El animal nuevo afirma que todo él está compuesto de bosques, rocas y
paisajes, no pareciéndose en nada a un jardín. Dice que da la impresión de un parque, y que únicamente de un parque. Y
por eso, sin consultar conmigo, le ha puesto nuevo nombre: Parque de las cataratas del Niágara. Yo creo que es una
arbitrariedad. Y ostenta ya un cartelón: PROHIBIDO PISAR EL CÉSPED
La felicidad de mi vida ya no es la que era.
La felicidad de mi vida ya no es la que era.
Sábado.- Este animal nuevo se atraca de
frutas. Lo más probable es que nos escaseen. “Nos” otra vez; es decir, la palabra que emplea él, y que, a fuerza
de oírla, empleo también yo. Esta mañana hubo gran cantidad de niebla. Yo no
salgo cuando hay niebla. El animal nuevo, sí. Haga el tiempo que haga, sale
fuera, y después se mete dentro, dejando la marca de sus pies llenos de barro.
Y se pone a hablar. ¡Con lo bien y tranquilo que yo estaba aquí!
Domingo.- Pasó al fin. Me está resultando cada vez más cargante este día. El
pasado noviembre lo elegimos y señalamos como día de descanso. Antes de eso
disponía yo de seis por semana para descansar. Esta mañana encontré al animal
nuevo cuando trataba de echar abajo con terrones alguna manzana del árbol
prohibido.
Lunes.- El animal nuevo dice que su
nombre es Eva. Me parece bien y nada tengo que objetar. Dice que lo llame por
ese nombre cuando quiero que venga a donde yo estoy. Le dije que, si era para
eso, estaba de más. Es evidente que con esto salí ganando en su respeto; la
verdad es que se trata de un nombre amplio, que está bien y se presta a
repetirlo. Dice que no debo usar la palabra él,
sino la de ella, cuando hablo de su
persona. Sobre eso habría que hablar probablemente mucho; a mí me es igual; me
tendría sin cuidado lo que a ella se refiere, si se las arreglase para vivir
ella sola, y si no hablase.
Martes.- Ha sembrado toda la finca de
nombres odiosos y de cartelones molestos:
«Por
aquí, al remolino.»
«Por
aquí, a la isla de las cabras.»
«Hacia
la cueva de los vientos, por aquí.»
Asegura que este parque resultaría
una preciosa estación veraniega, si hubiese clientela. Estación veraniega (otro
invento suyo), palabrería sin sentido alguno. ¿Qué es eso de estación
veraniega? Es preferible no preguntárselo a ella, porque está siempre rabiando
por dar explicaciones.
Viernes.- Le ha dado por suplicarme que no
me lance por las Cataratas. ¿Qué daño hay en ello? Me asegura que le entran
escalofríos cuando lo hago. ¿Por qué? Yo lo hice siempre, siempre me gustaron
la zambullida y el frescor. ¿No están para eso las Cataratas? Yo no les veo
otra utilidad, y es seguro que fueron dispuestas con algún fin. Ella afirma que
lo fueron únicamente para decoración, igual que el rinoceronte y el mastodonte.
Me
lancé por las Cataratas dentro de un barril. No le gustó. Nadé por el remolino
y por los rabiones, con un traje de hojas de higuera, que resultó
estropeadísimo. Esto provocó de su parte quejas fastidiosas acerca de mi
extravagancia. Me siento aquí muy coartado. Necesito cambiar de panoramas.
Sábado.- Me fugué el pasado martes por la
noche, caminé dos días y me construí otro refugio en un lugar apartado,
borrando hasta donde me fue posible mis huellas, pero ella dio conmigo, gracias
a un animal que ha domesticado y al que llama lobo. Se me presentó repitiendo
ese ruido lastimero de que antes hablé, y vertiendo agua por los huecos de que
se sirve para mirar. No tuve más remedio que regresar con ella, pero me
apresuraré a emigrar en cuanto se me presente la ocasión. Ella se dedica a un
sin fin de tonterías, como por ejemplo: a descubrir por qué razón los animales
llamados león y tigre se alimentan de hierba y de flores, siendo así que, como
ella asegura, la configuración de sus dientes parece indicar que están
destinados a comerse los unos a los otros. Esto es una simpleza; el comerse
unos a otros equivaldría a matarse mutuamente, y esto, a mi modo de ver,
supondría el traer eso que llaman la
muerte; y la muerte, según me he informado, no ha tenido acceso todavía al
parque, lo cual, en ciertos aspectos, es una lástima.
Domingo.- Mal que mal, se pasó.
Lunes.- Me parece comprender con qué
objeto se ha instituido la semana; sin duda que lo ha sido para que uno tenga
tiempo de reponerse del aburrimiento del domingo. La idea se me antoja buena.
Ella ha vuelto a trepar por el árbol en cuestión. La hice bajar tirándole
terrones. Me dijo que no la miraba nadie. Esto le parece excusa suficiente para
lanzarse a cualquier empresa arriesgada. Se lo dije. La palabra excusa despertó
en ella admiración, y hasta creo que envidia. Es un hermoso vocablo.
Martes.- Ella me ha contado que la
hicieron de una costilla arrancada de mi cuerpo. Lo menos que se puede decir de
esto es que es para ponerlo en duda, o quizá más. Yo no he perdido ninguna
costilla. Está intrigadísima a propósito del busardo; dice que no le sienta
bien la verdura, teme que no podrá mantenerlo, y sospecha que fue hecho para
que se mantenga de carnes podridas. El busardo tendrá que apañárselas para
vivir con lo que se le da. No es posible que trastornemos todo el plan para que
el busardo encaje dentro del mismo.
Sábado.- Ayer se cayó ella dentro del
estanque cuando se estaba mirando, como lo hace constantemente, en sus aguas.
Casi se ahogó, y aseguró que era cosa por demás molesta. Esto dio motivos a que
le entrase compasión de los animales que viven dentro, y a los que llama peces,
porque sigue emperrada en pegar nombres a cosas que ninguna necesidad tienen de
ellos y que no acuden cuando se les llama con los mismos, cosa que a ella la
tiene sin cuidado, porque es una tonta, míresele por donde se la mire. Movida
de compasión, reunió una gran cantidad de esos peces y se los trajo la pasada
noche, colocándolos dentro de mi cama para que tuviesen calor; yo les he echado
un vistazo de cuando en cuando durante el día, y la verdad es que no veo que se
sientan ahora más a su gusto de lo que estaban antes. Se mueven menos, eso sí.
Cuando anochezca, yo los tiraré fuera de casa. No volveré a dormir con ellos;
los encuentro fríos y húmedos y el echarse desnudo entre ellos resulta
desagradable.
Domingo.- Mal que mal, se pasó.
Martes.- Le ha dado ahora por una
serpiente. Esto ha regocijado a los demás animales, porque andaba siempre haciendo
experiencias con ellos y hablándoles; yo me alegro también, porque la serpiente
habla, y eso supone para mí un descanso.
Viernes.- Me informa ella de que la
serpiente la aconseja probar de la fruta del árbol en cuestión, y que con ello
adquiriremos una instrucción grande, magnífica y generosa. Le he contestado que
se produciría también otro resultado, a saber: que la muerte entraría en el
mundo. Fue una equivocación mía; habría sido mejor guardarme para mí este dato,
porque no tuvo más consecuencia que meterle otra idea en la cabeza: la de que
así podría sacar adelante al busardo enfermo, y suministrar carne fresca a los
leones y tigres melancólicos. Le aconsejé que no se acercase al árbol. Ella se
resistió al consejo. Preveo dificultades. Emigraré.
Miércoles.- He pasado por los trances más
diversos. La pasada noche me fugué y cabalgué en un caballo a todo lo que éste
dio de sí durante toda ella, con la esperanza de perder de vista al parque y
esconderme en alguna otra región antes que empezasen los líos; pero no pudo
ser. Haría una hora que el sol se había levantado, y cruzaba yo a caballo por
una llanura florida, en la que millares de animales pastaban, dormían, o
retozaban los unos con los otros, según se lo pedía el gusto; súbitamente,
estallan todos en una tempestad de ruidos horrendos, y un instante después, la
llanura en toda su extensión sufría una conmoción frenética, y cada animal se
había lanzado al ataque del que tenía más próximo. Comprendí lo que aquello
significaba. Eva había comido del fruto, y la muerte había penetrado en el
mundo. Los tigres devoraron mi caballo, sin hacer el menor caso cuando les di
la orden de que se abstuviesen, y me habrían devorado a mí si hubiese
permanecido en aquel lugar -cosa de que me guardé muy bien, alejándome a toda
prisa-. Encontré el lugar en el que ahora resido, fuera del parque, y permanecí
muy a mi sabor por espacio de algunos días; pero ella me encontró. Me encontró,
y puso al lugar el nombre de Tonawanda, porque dice que produce esa impresión.
Si he de decir verdad, no me pesó que viniese, porque hay aquí pocas cosas que
llevarse a la boca, y ella se trajo algunas de aquellas manzanas. Me hallaba
tan hambriento, que no tuve más remedio que comérmelas. Aquello iba contra mis
principios, pero he descubierto que los principios sólo conservan verdadera
fuerza cuando uno está bien nutrido. Se me presentó rebozada en arbustos y
manojos de hojas; cuando yo le pregunté que significaba cosa tan absurda, y se
los arranqué y tiré al suelo, ella se puso a tiritar y se sonrojó. Yo no había
visto a nadie hasta entonces tiritar y sonrojarse, y aquello me pareció una
cosa impropia y una idiotez. Me contestó que no tardaría yo mismo en obrar de
idéntica manera. Y acertó. A pesar de lo hambriento que estaba, dejé en el
suelo la manzana a medio comer -y que era la mejor que yo había visto hasta
entonces, teniendo en cuenta lo avanzado de la estación- y me revestí de los
mismos arbustos y ramas; acto continuo la interpelé con cierta severidad, y le
mandé que se largase de allí, que se procurase más arbustos y ramas, y que no
se exhibiese en aquel vergonzoso atuendo. Obedeció, y después reptamos hasta el
lugar en donde se habían peleado las fieras, recogimos varias pieles, y yo la
obligué a que cosiese algunas para disponer de un par de trajes apropiados para
cuando compareciésemos en público. Son incómodos; es cierto, pero son
elegantes, y eso es lo que más importa, tratándose de vestidos. Me está
resultando una gran cosa como compañera. Sin ella, lo comprendo, me sentiría
solitario y deprimido, después que he perdido mi finca. Me ha comunicado
también la noticia de que está mandando que en adelante trabajemos para
ganarnos el sustento. Ella me será de utilidad. Yo llevaré la dirección.
Diez días después.- ¡Me acusa
de haber sido yo la causa del desastre! Asegura, con verdad y sinceridad
evidentes, que la serpiente le afirmó que el fruto prohibido no era la manzana,
sino la castaña. Le contesté que, en tal caso, yo seguía inocente, porque no
había comido ninguna castaña. Me aseguró que la serpiente le había afirmado que
castaña era un vocablo figurado,
entendiéndose por el mismo cualquier chiste manido y mohoso. Al oírla perdí el
color, porque, para entretener el aburrimiento, yo había hecho cualquier
cantidad de chistes, y quizá algunos pertenecían a esa clase, a pesar de que yo
supuse honradamente al hacerlos que eran nuevos. Me preguntó si no habría hecho
yo algún chiste de ésos en el instante de ocurrir la catástrofe. No tuve más
remedio que confesar que había hecho uno para mis adentros, aunque no en voz
alta. La cosa ocurrió de este modo: iba yo pensando en las Cataratas, y me
dije: «¡Qué estupendo resulta el ver cómo se precipita desde la altura aquella
enorme masa de agua!» Y de pronto cruzó por mi cerebro como relámpago un
brillante pensamiento, y lo dejé volar, diciendo: «¡Sería mucho más estupendo
el ver cómo se precipita hacia arriba!», y ya iba a reventar de risa, cuando
todos los seres vivientes se lanzaron a pelear y a matarse y yo tuve que buscar
la salvación en la fuga. Entonces ella me dijo satisfechísima: «Ahí lo tienes
precisamente; la serpiente me habló de ese mismo chiste, y lo calificó de la primera castaña, asegurando que era tan antiguo como la creación.» Pues,
sí, señor, yo soy quien tiene la culpa. ¿Por qué fui yo ingenioso? ¡Ojalá que
nunca, nunca, hubiese tenido pensamiento tan brillante!
Al año siguiente.- Le hemos llamado Caín. Andaba yo
por las tierras altas, poniendo trampas por la playa norte del ERPE, cuando
ella lo atrapó; lo atrapó en el bosque a un par de millas de distancia de
nuestro socavón, aunque bien pudieran ser cuatro las millas, porque ella no
está segura de cuántas fueron. En ciertas cosas se nos parece y quizá sea un
pariente nuestro. Ella lo cree, pero, a juicio mío, está equivocada. La
diferencia de tamaño abona la conclusión de que se trata de un animal distinto
y de clase nueva. Quizá sea un pez, aunque cuando lo metí en el agua para
cerciorarme de ello, se fue al fondo, y ella se tiró de cabeza y lo sacó fuera
sin dar lugar a que el experimento decidiese la cuestión. Sigo pensando que se
trata de un pez, pero a ella le tiene sin cuidado lo que él es, y no me permite
realizar la prueba. No lo comprendo. La llegada de este animal parece haber transformado
toda la manera de ser de ella, hasta el punto de negarse irracionalmente a todo
experimento. Le tiene más apego que a cualquier otro animal, sin que sepa
explicar por qué razón. Su cerebro no rige bien. Es cosa que se manifiesta en
todo. A veces se pasa media noche con el pez en los brazos, porque este se
queja, deseoso de ir al agua. En esas ocasiones le brota agua por los sitios
que tiene en su cara para mirar, da palmaditas cariñosas al pez en la espalda y
deja oír por su boca sones cariñosos para calmarlo, demostrando de cien maneras
su dolor y su solicitud. Esto me trae muy desconcertado, porque jamás le vi
hacer semejantes cosas a ningún otro pez. Antes que perdiésemos nuestra finca,
solía llevar en brazos de ese modo a los cachorrillos de tigre, y jugaba con
ellos; eso es, jugaba; jamás se tomó con ellos, cuando no les sentaba bien la
comida, las molestias que ahora.
Domingo.- Ella no trabaja los domingos; se
tumba rendida de cansancio, y le gusta que el pez se revuelque encima de ella.
Hace mil ruidos absurdos para divertirlo, simula que le devora las garras y con
esto le arranca risas. Hasta ahora yo no había visto peces que supiesen reír.
Esto me hace dudar. He llegado a congraciarme con los domingos. Una semana de
estar vigilando el trabajo lo deja a uno fatigadísimo. Los domingos deberían
multiplicarse. Antaño resultaban duros, pero ahora son muy llevaderos.
Miércoles.- No es un pez. No logro
cerciorarme del todo de lo que es. Cuando no está a gusto, deja oír ruidos
curiosamente endiablados, y, cuando lo está, dice ge-ge. No es uno de nuestra clase, porque no camina sobre sus pies;
pájaro no es, porque no vuela; rana tampoco, porque no salta; no es serpiente,
porque no repta; tengo la seguridad de que no es un pez, aunque no se me presente
ocasión de poner en claro si sabe nadar o no. No hace otra cosa que estar
tumbado, de espaldas casi siempre, con los pies en alto, cosa que yo no había
visto hacer hasta ahora a ningún animal. Dije que creía que es un enigma; pero
ella se limitó a admirar la palabra sin comprenderla. En mi opinión, tiene que
ser o un enigma o alguna especie de sabandija. Si se muere, me lo llevaré a
algún lugar aislado para ver cuál es su conformación. Nunca llegó cosa alguna a
traerme tan perplejo.
Tres meses después.- En lugar de disminuir, mi
perplejidad aumenta. Duermo muy poco. Ya no permanece tumbado donde lo dejan,
sino que va y viene a gatas. Sin embargo, a diferencia de los demás animales de
cuatro patas, las delanteras de éste son corvísimas, lo que le obliga a alzar
en el aire la parte más voluminosa de su cuerpo de una manera incómoda y que
resulta poco atractiva. Su conformación es igual a la nuestra, pero su modo de
caminar demuestra que no es de nuestra casta. Sus patas delanteras cortas y sus
patas traseras largas dan a entender que se trata de la familia del canguro,
aunque represente una variación notable dentro de la especie, ya que el canguro
camina a saltos, cosa que éste no hace jamás. Con todo eso, representa una
variedad curiosa e interesante y que no ha sido catalogada hasta hoy. Como soy
quien la ha descubierto, he creído que era de justicia conservar para mí el
mérito del descubrimiento uniendo a él mi nombre, y por eso le he puesto el de Kangarurum Adamiensis. Sería muy joven
cuando fue atrapado, porque ha crecido muchísimo de entonces acá. Tendrá, con
seguridad, cinco veces el tamaño que tenía entonces, y es capaz, cuando está
enfadado, de armar un barullo como veintidós a treinta y ocho veces más grande
del que armaba al principio. Y es en vano querer modificar esto con la
coerción, porque ésta produce el efecto contrario. Ese es el motivo que me hizo
suspender el sistema. Ella lo amansa mediante la persuasión y dándole cosas que
antes me había asegurado que no le daría. Ya he manifestado que yo estaba
ausente cuando ella lo trajo a casa, y que me contó que lo había encontrado en
el bosque. Parece cosa rara que haya sido el único ejemplar, pero lo es sin
duda, porque yo he buscado hasta cansarme durante semanas y semanas, por si
encontraba otro para agregarlo a mi colección, y al mismo tiempo para que
jugase con éste; es seguro que de ese modo se sosegaría y podríamos
domesticarlo con mayor facilidad. Pero no encuentro ningún otro, ni siquiera
vestigios del mismo; y lo que es aún más extraño: no he descubierto ninguna
huella. Es un animal que tiene que vivir en el suelo, y que no puede valerse a
sí mismo. ¡Cómo, pues, va y viene sin dejar huella? He colocado una docena de
trampas, pero sin resultado positivo. Caen en ellas toda clase de animales pequeños,
menos éste; creo que los que caen son animales a los que empuja la simple
curiosidad de ver para qué está allí la leche. Jamás se la beben.
Tres meses después.- El canguro sigue todavía
creciendo, lo que resulta por demás extraño y desconcertante. No he conocido
otro ejemplar cuyo crecimiento durase tanto. Ha echado piel velluda sobre su
cabeza; pero no es una piel como la del canguro, sino completamente igual a la
cabellera nuestra, salvo que es mucho más fina y suave, y que en lugar de negra
es rojiza. Voy a terminar por desvariar en presencia del desarrollo caprichoso
e inquietante de este inclasificable capricho zoológico. Si yo pudiera hacerme
con otro ejemplar... ; pero no hay ni que pensar en ello. Está claro que se
trata de una variedad nueva, de la que es ejemplar único. Sin embargo, yo
atrapé un auténtico canguro y me lo traje a casa, suponiendo que el otro,
sintiéndose solitario, preferiría su compañía a carecer por completo de alguien
de su casta, o de un animal cualquiera en el que encontrara cierta proximidad o
en el que despertara simpatía debido a la soledad en que vive ahora , entre
animales extraños que desconocen sus maneras y costumbres y que no saben cómo
arreglárselas para darle la sensación de que se encuentra entre amigos; pero
cometí una equivocación, porque ni bien tuvo delante al canguro, le acometieron
tales accesos de terror que yo saqué la seguridad de que jamás había visto
hasta entonces semejante clase de animal. Me inspira lástima el pobre animalito
alborotador, pero no se me ocurre nada que pueda hacerle feliz. Si consiguiera
domesticarlo; pero de eso no hay ni que hablar, porque cuanto más empeño pongo
en ello, parece que lo estropeo más. Me llega al alma el verlo en sus pequeñas
tormentas de sufrimiento y de enojo. Yo quería soltarlo y que se marchase, pero
ella no quiere ni oír hablar de semejante cosa. Esta actitud me pareció cruel e
impropia de ella; sin embargo, quizá tenga razón. El animalito se encontraría
entonces más solitario que nunca. Al no poder dar con otro como él, ¡qué iba a
hacer?
Cinco meses después.- No es un canguro. No lo es,
porque se sostiene agarrándose a un dedo de ella, y de ese modo da unos pasos
con sus patas posteriores, hasta que vuelve a caerse. Se trata, probablemente,
de cierta clase de oso; pero no tiene cola -hasta ahora al menos- ni piel
velluda, salvo en la cabeza. Sigue creciendo, y éste es un detalle curioso,
porque los osos terminan su crecimiento mucho antes. Los osos son peligrosos
-desde la catástrofe nuestra-, y yo no dejaré que éste siga merodeando mucho
tiempo todavía por la casa sin ponerle un bozal para mi tranquilidad. Me brindé
a traerle a ella un canguro si daba suelta a éste, pero no adelanté nada. Está
decidida, según creo, a que corramos toda clase de riesgos estúpidos. Ella no
era así cuando aún regía bien su razón.
Quince días después.- Le he examinado la boca. No hay
peligro todavía; sólo tiene un diente. No le salió cola todavía. En la
actualidad da más guerra que nunca, especialmente de noche. Yo me he instalado fuera,
pero entraré todas las mañanas para desayunarme y para ver si le han salido más
dientes. Si le salen dientes por toda la boca habrá llegado la hora de que se
largue de aquí, con cola o sin ella; a un oso no le hace falta cola para ser
peligroso.
Cuatro meses después.- He estado ausente un mes, cazando
y pescando en las regiones altas, a las que ella llama Buffalo. La verdad es
que no sé por qué razón, como no sea porque no hay un solo búfalo por allí. El
osezno ha aprendido en ese tiempo a ir de aquí para allá sobre sus patas
posteriores, y dice ya poppa y momma. Desde luego, se trata de una
especie nueva. Quizá sean casuales estos sonidos que se parecen a palabras, y
quizá no encierren sentido alguno; aunque así fuese, resulta extraordinario
siempre, y eso no lo sabe hacer ningún otro oso. Esta imitación del hablar,
sumada a la falta general de piel velluda y a la carencia de cola, es indicio
suficiente de que se trata de una clase nueva de oso. Resultará interesantísimo
seguir haciendo estudios sobre el caso. Por ahora yo voy a emprender una
expedición lejana por entre las selvas del Norte, y realizaré una investigación
a fondo. Debe de existir, con toda seguridad, algún ejemplar en otra parte, y
este de aquí será menos peligroso cuando tenga compañía de su propia especie.
Partiré enseguida, no sin primero amordazarlo.
Tres meses después.- Mi cacería ha sido fatigosa,
fatigosísima. Pero sin resultado. ¡Y mientras tanto, sin moverse de la finca
donde está nuestra casa, ella ha atrapado otro ejemplar! Jamás vi suerte igual.
Yo habría sido capaz de buscar por estos bosques durante cien años, sin topar
con cosa semejante.
Al día siguiente.- Me he entretenido en comparar a
este de ahora con el anterior, y salta a la vista que pertenecen a la misma
casta. Iba yo a disecar a uno de los dos para ponerlo en mi colección, pero a
ella le ha parecido mal por la razón que sea. He renunciado, por consiguiente,
a la idea, aunque lo creo una equivocación. Si se nos escapasen los dos, eso
resultaría una pérdida irreparable para la ciencia. El de antes se ha
domesticado algo, se ríe y habla como un papagayo; de seguro que esto último lo
ha aprendido de tanto estar en su compañía, porque posee en alto grado de
desarrollo la facultad imitativa. Será para mí un asombro el que resulte una
clase nueva de papagayo; aunque, a decir verdad, no debería asombrarme, porque
desde aquellos primeros días en que fue para mí un pez, ha sido todo aquello
que es posible imaginarse. El nuevo es tan feo como lo era el otro al
principio; tiene el mismo cutis de azufre y carne cruda, y la misma cabeza rara
sin piel velluda. Ella lo llama Abel.
Diez años después.- Los dos son muchachos; lo descubrimos hace ya mucho tiempo. Lo que nos
desconcertó fue el que llegasen tan pequeños y tan imperfectos; no estábamos
acostumbrados a una cosa así. Ahora tenemos también algunas niñas. Abel es un
chico bueno, pero si Caín se hubiese quedado en oso, quizá habría salido
mejorado. Al cabo de los años transcurridos, me doy cuenta de que al principio
sufrí un error a propósito de Eva; es preferible vivir con ella fuera del Edén,
que sin ella dentro. En los comienzos me dio la impresión de que hablaba mucho;
pero hoy me dolería que esa voz suya cayese en el silencio y desapareciese de
mi vida. ¡Sea bendito el chiste castaña
que nos aproximó y que me enseñó a mí a conocer la bondad de su corazón y la
dulzura de su espíritu!
EL DIARIO DE EVA
Traducido del texto original
Sábado.- Tengo ya casi un día entero de
edad. Llegué ayer. A mí, al menos, así me lo parece. Y así tiene que ser,
porque, si hubo un anteayer, yo no me hallaba presente, o, de lo contrario, lo
recordaría. Pudo, desde luego, ocurrir el anteayer sin que yo me fijase en
ello. Bien, pues; de aquí en adelante estaré ojo alerta, y tomaré nota de cualquier
anteayer que ocurra. Lo mejor será empezar desde ahora mismo para que no haya
confusiones en las notas; un instinto secreto me dice que esta clase de
detalles serán algún día importantes para el historiador. Yo me siento a mí
misma como un experimento, tal y como un experimento; sería imposible que nadie
tenga de sí mismo, más que yo, la sensación de ser un experimento, y por ello
voy llegando a la convicción de que eso es, en efecto, lo que soy: un
experimento; justamente un experimento, y nada más.
Pero si yo soy un experimento, ¿soy
la totalidad del mismo? No, yo creo que no; creo que lo demás es también parte
del mismo. Yo soy la parte principal del experimento, pero opino que también lo
demás tiene su parte en éste. ¿He de dar por asegurada mi posición, o preciso
estar alerta y cuidar de ella? Quizá esto último. Algún instinto me dice que
sólo al precio de un eterno estar en guardia se consigue la supremacía. (Me
parece que para persona tan joven como yo es ésta una buena frase.)
Todo parece hoy mejor que ayer. Con
la precipitación de acabar la obra ayer, quedaron los montes en un estado algo
andrajoso, y hubo llanuras en las que se amontonaban de tal manera los
desperdicios y basura, que daba pena verlas. No hay que andarse con prisas en
las obras de arte y bellas y espléndidas; y este mundo nuevo y mayestático
resulta sin duda una obra bella y espléndida. A pesar de la escasez del tiempo
empleado, causa maravilla lo cercano que está de la perfección. Cierto que en
algunos lugares hay exceso de estrellas y en otros falta, pero no dudo de que
esto se podrá remediar todavía. Anoche se soltó la luna, se deslizó hacia abajo
y cayó fuera del artilugio. Fue una pérdida muy grande, y sólo con pensarlo se
me destroza el corazón. Entre todos los adornos y decorados no hay nada que
pueda comparársele en belleza y en pulimento. Debieron haberla sujetado mejor.
Con tal que sea posible volver a colocarla en su sitio...
Naturalmente que no se dice donde
fue a caer. Además, quien le haya echado mano la esconderá; lo sé, porque yo
haría lo mismo. Yo me creo capaz de ser honrada en todo lo demás, pero empiezo
ya a darme cuenta de que el tuétano y el nervio de mi condición es mi amor por
lo bello, mi pasión por lo bello, y de que correría riesgo quien me confiase
una luna que perteneciese a otra persona que ignorase que estaba en mi poder.
Quizá si yo me encontrara una luna durante el día la devolviese, por temor a
que me hubiese estado mirando otra persona; pero si me la encontrase estando
oscuro, estoy convencida de que sabría dar con una excusa para no decir una
palabra del asunto. Me enamoran las lunas. ¡Qué lindas y qué románticas son!
¿Por qué no tendremos cinco o seis de ellas? Yo no me acostaría nunca, porque
nunca me cansaría de estar tumbada en el ribazo cubierto de musgo,
contemplándolas.
Tampoco están mal las estrellas. ¡Si
yo pudiera hacerme con algunas para prendérmelas en mis cabellos! Creo que
jamás podré. Cualquiera se sorprendería si se le dijese lo lejos que están,
porque no lo parece. La noche pasada, cuando ellas se mostraron, intenté echar
alguna abajo, valiéndome de un palo, pero no las alcancé, cosa que me
sorprendió; después me puse a tirarles terrones hasta que me cansé, sin
conseguir echar abajo ninguna. Es que soy zurza y no tiro lejos. Ni siquiera
cuando apunté a una estrella que no era la que yo quería tocar. Sin embargo,
hice buenos tiros. Vi como la negra mancha del terrón volaba cuarenta o
cincuenta veces derecha hasta los mismos racimos dorados, errando el blanco por
un nada. Si hubiese podido seguir tirando, quizá me hubiese hecho con una.
Lloré, pues, un poco. Me imagino que
esto fue cosa natural en persona de mi edad; luego de descansar, eché mano de
una canastilla y me puse en camino para el borde extremo del círculo, allí
donde las estrellas están casi tocando el suelo, de modo que me sería posible
alcanzarlas con mis manos. Esto resultaría ventajoso, porque me permitiría
agarrarlas con cuidado, de manera de no romperlas. Pero estaba mucho más lejos
de lo que yo pensaba, y tuve que acabar renunciando a la empresa. Me hallaba
tan cansada, que ni dar otro paso podía ya; sin contar con que tenía los pies
llagados y me lastimaban muchísimo.
No me era posible regresar a casa;
se hallaba ésta demasiado lejos, y estaba ya refrescando; pero di con algunos
tigres, me hice en medio de ellos un huequecito y me sentí encantadoramente a
gusto; su aliento era dulce y agradable, porque se alimentan de fresas. No
había visto yo tigres hasta entonces, pero los conocí en el acto por las
franjas. Si yo consiguiera una de esas pieles, tendría con ella un vestido
precioso.
Hoy voy formándome una idea más
exacta de las distancias. Me acometen tales ansias de apoderarme de las cosas
lindas, que les tiro un manotón aturdidamente; unas veces estando demasiado
lejos; otras teniéndolas a seis pulgadas, me parece que están a un pie, pero,
¡ay!, con pinchos entre medio. Me he aprendido la lección, y también he hecho
un refrán, que me lo saqué todo entero de mi cabeza. Es el primerísimo que he
hecho: El experimento arañado huye del
pincho. Creo que es un refrán muy bueno para haberlo hecho una jovencita
como yo.
Ayer por la tarde me dediqué a
seguir desde cierta distancia en sus andanzas al otro experimento, por si me
era posible adivinar para qué servía. No lo conseguí. Creo que es un hombre. Yo
no había visto nunca un hombre, pero me lo pareció, y tengo la certeza de que
lo es, en efecto. Compruebo que experimento hacia él mucha más curiosidad que
hacia cualquiera de los demás reptiles. Esto, en el caso de que sea un reptil,
como yo supongo; porque tiene el cabello enmarañado y los ojos azules,
produciendo la impresión de un reptil. No tiene caderas; es ahusado como una
zanahoria; cuando está en pie se ensancha por debajo como una torre de grúa;
por eso creo que es un reptil, aunque bien pudiera ser arquitectura.
Al principio le tuve miedo, y en
cuanto él se daba media vuelta, yo echaba a correr, creyendo que me
perseguiría; poco a poco descubrí que él trataba solamente de alejarse de mí;
después de eso perdí la timidez y le seguí la pista durante varias horas,
caminando a unas veinte varas detrás de él, cosa que le puso nervioso y
fastidiado. Acabó por sentirse molestísimo, y trepó a un árbol. Yo me quedé un
buen rato esperando; por último, me di por vencida y regresé a mi casa.
Hoy se ha repetido la misma
historia. Le obligué otra vez a subirse al árbol.
Domingo.- Sigue en lo alto. En apariencia,
descansando, pero eso es un subterfugio: no es el domingo día de descansar; el
señalado con ese objeto es el sábado. Me produce la impresión de un animal más
inclinado al descanso que a cualquier otra cosa. A mí me cansaría tanto
descanso. Sólo el estarme sentada mirando al árbol me fatiga. ¿Para qué
servirá? Nunca le veo hacer nada.
Anoche nos devolvieron la luna.
¡Cuánto me alegré! Creo que se han portado con gran honradez los que tal
hicieron. Volvió a deslizarse hacia abajo y se cayó de nuevo, pero no me
afligí. ¿Para qué afligirse cuando una tiene convecinos tan cariñosos? Ya
volverán a ponerla en su sitio. Ya me gustaría poder hacer algo para
demostrarles mi agradecimiento. ¡Si pudiera enviarles algunas estrellas! Porque
nosotros no sabemos qué hacer con tantas como son. Quiero decir que no sé yo,
no que no sabemos nosotros. Está a la vista que al reptil le tienen sin cuidado
estas cosas.
Tiene gustos ordinarios, y no es
nada cariñoso. Ayer al oscurecido, cuando me acerqué hasta allí, se había
deslizado del árbol a tierra, y estaba esforzándose por atrapar los pececillos
moteados que juguetean en el estanque; tuve que tirarle terrones para obligarle
a subirse al árbol otra vez y a que los dejase en paz. ¿Estará hecho para eso?
¿Será que no tiene corazón? ¿No se compadecerá de estos animalitos? ¿Es posible
que lo hayan planeado y fabricado para tareas tan poco amables? Así lo parece.
Uno de los terrones le pegó detrás de una oreja, y él entonces habló. Me
estremecí, porque era aquella la primera vez que yo oía hablar, salvo a mí
misma. No entendí sus palabras, pero me dieron la sensación de que eran
expresivas.
Al descubrir que sabía hablar,
despertóse en mí un nuevo interés por él, porque me gusta la charla; yo no dejo
de hablar en todo el día, hablo hasta en mis sueños, y resultó muy interesante;
pero lo sería doblemente si tuviese otro a quien poder hablar; sería capaz de
estarme dale que dale sin acabar nunca, si así me lo pedían.
Si este reptil es un hombre, no
puedo referirme al mismo sino con el pronombre personal, ¿verdad que no? Iría
contra la gramática, ¿no es así? Creo que hay que declinarlo de este modo:
nominativo, él; dativo, para él; posesivo, suyo. Bueno, pues, me haré a la idea de que es un hombre y lo
trataré así, mientras no resulte que es otra cosa. Será más cómodo que andarme
con tantas perplejidades.
Domingo, una semana después.- Me he pasado la semana pegada a
su huella, buscando modo de entablar relaciones. Tuve que ser yo la que
hablase, porque es huraño, pero no me importó. Me pareció que le complacía el
tenerme a su alrededor; yo empleé muchas veces la palabra nosotros, porque parecía halagarle el verse incluido.
Miércoles.- Nos llevamos ya perfectamente
bien, y cada vez nos vamos conociendo mejor. Él ya no trata de esquivarme, lo
cual constituye una buena señal, y demuestra que le gusta tenerme en su
compañía. A mí esto me agrada, y estudio el modo de serle útil de cuantas
maneras puedo, a fin de que me considere más y más. En estos dos últimos días
le he aliviado del trabajo de poner nombres a todo, lo que ha constituido para él
un gran alivio porque carece de dotes al respecto, y me está claramente muy
agradecido. Es incapaz de pensar un nombre puesto en razón para ahorrarse
trabajo, pero yo hago de manera que él no se percate de que me he fijado en que
tiene ese defecto. En cuanto se nos pone delante un ser nuevo, yo le pongo
nombre sin dar tiempo a que él haga un mal papel callándose de una manera
torpona. Lo libro así de muchos momentos embarazosos. Yo no tengo el defecto
suyo. En el instante mismo en que pongo mis ojos en un animal, ya sé cuál es.
No me hace falta pensarlo ni un instante; en el acto me brota el nombre exacto,
como si me lo inspirasen, e inspiración creo que es, porque medio minuto antes,
de fijo que nada sabía de él. Yo diría que conozco por su conformación y su
modo de obrar de qué animal se trata.
Cuando se nos presentó el dido, él
creyó que se trataba de un gato montuno, lo leí en sus ojos. Le ahorré el
tropezón. Y lo hice de manera de no lastimar su orgullo. Solté la frase con
toda la naturalidad de quien está agradablemente sorprendida, y no como si
soñase en proporcionarle un dato que él no conocía, y dije: «¡Vaya, o yo me
equivoco o aquí tenemos al dido!» Sin que pareciese que daba explicaciones, le di a entender cómo sabía
yo que aquél era el dido, y aunque se me pasó por la cabeza la idea de que
quizá le mortificaba un poco el que yo conociese al animal en cuestión, no
conociéndolo él, estaba a la vista que me admiró. Esto me resultó por demás
agradable, y pensé más de una vez en ello, satisfecha, antes de conciliar el
sueño. ¡Qué poco basta para hacernos felices cuando tenemos la sensación de
haberlo merecido!
Jueves.- Mi primera aflicción. Ayer esquivó mi
encuentro, y pareció desear que no le dirigiese la palabra. Me resistí a
creerlo, y pensé que se trataba de una equivocación; me encantaba estar con él,
me encantaba oírle hablar. ¿Cómo, pues, podía ser que él se mostrase hosco
conmigo, no habiéndole dado yo ningún motivo? Pero resultó al fin cierto. Me
alejé, pues, y me senté solitaria en el lugar donde lo vi por vez primera la
mañana en que fuimos hechos, cuando yo no sabía qué era él y lo miraba con
indiferencia; ahora me resultó aquel un lugar tristísimo; hasta las cosas más
pequeñas me hablaban de él, y yo tenía el corazón en llaga viva. Yo no
comprendía con claridad el motivo, porque era un sentimiento nuevo; yo no lo
había experimentado hasta entonces, era un completo misterio para mí, y no
acertaba a explicármelo.
Pero al llegar la noche se me hizo insoportable
la soledad, y me dirigí al refugio nuevo que él ha construido, con el propósito
de preguntarle en qué le había ofendido y cómo podía corregir mi error,
ganándome de nuevo su cariño; pero él me plantó fuera del refugio, en medio de
la lluvia, y ésa fue mi primera aflicción.
Domingo.- Ha vuelto la alegría, y soy feliz; pero ¡qué
días más tristes! Procuro siempre que puedo no acordarme de ellos.
Quise llevarle algunas de esas manzanas, pero no
sé tirar con certera puntería. Fracasé, pero creo que le satisfizo mi buena
intención. Nos están prohibidas, y él dice que yo acabaré desgraciándome; pero
si me desgracio por darle gusto a él, ¿a qué preocuparme de semejante
desgracia?
Lunes.- Esta mañana le dije mi nombre, calculando que
le interesaría. Pero no le dio importancia alguna. Es extraño. Si él me dijese
el suyo, le daría yo importancia. Creo que sonaría en mis oídos más agradablemente
que cualquier sonido.
El habla muy poco. Quizá porque su inteligencia
no es brillante se duele de ello y desea ocultarlo. Es una pena semejante
actitud, porque la inteligencia no significa nada; es en el corazón donde están
los valores. Yo quisiera hacerle comprender que un corazón amante equivale a
una riqueza, a una gran riqueza, y que el entendimiento sin corazón es pobreza.
A pesar de que es tan poco lo que habla, dispone
de un vocabulario considerable. Esta mañana soltó un vocablo que me sorprendió
por lo bueno. El mismo lo apreció como tal, con seguridad, porque lo colocó
otras dos veces más, como al desgaire. No supo hacerlo con perfecto disimulo,
pero demostró poseer cierto grado de percepción. Es indudable que,
cultivándola, puede desarrollarse esa semilla.
¿De dónde sacó ese vocablo? No creo que yo lo
haya usado nunca.
No, mi nombre no le interesó en modo alguno.
Procuré ocultar mi desilusión, pero creo que no lo conseguí. Me alejé y me
senté en el ribazo cubierto de musgo, metiendo los pies en el agua. Allí me
encamino cuando me siento con hambre de compañía, con hambre de mirar a
alguien, de hablar con alguien. No me sacio por completo -quiero decir, con
aquel cuerpo blanco encantador que se pinta en el agua del estanque-, pero siempre
es algo, y algo es preferible a la completa soledad. Habla cuando hablo yo; se
pone triste si yo me pongo triste; me consuela con su simpatía; me dice: «No te dejes abatir, pobre muchacha
desamparada; yo seré tu amiga.» Y, en efecto,
es una buena amiga para mí; la única que tengo. Es mi hermana.
Jamás olvidaré, ¡jamás!, la vez
primera en que ella me desamparó. Mi corazón me pesaba dentro del cuerpo como
plomo. Exclamé: «¡Ella era todo lo que yo tenía, y he aquí que se ha marchado!» En mi desesperación dije: «¡Rómpete, corazón mío, porque ya la
vida me es insoportable!»
Oculté mi cara entre mis manos y no había consuelo para mí. Poco después,
cuando las aparté de mi rostro, ¡allí estaba ella otra vez, brillante y
hermosa! Salté a sus brazos.
Mi felicidad fue completa. Yo había sido feliz
antes, pero con una felicidad diferente; esta de ahora era como un éxtasis. Ya
no volví a dudar de ella. En ocasiones no se presentaba -a veces por espacio de
una hora, y a veces por espacio de un día entero-, pero yo aguardaba sin que
vacilase mi seguridad, y me decía a mí misma: «Estará ocupada, o habrá salido de viaje, pero
vendrá.» Y así ocurría;
siempre volvió. De noche, y cuando estaba oscuro, no acudía, porque es un ser
pequeño y tímido; pero si hacía luna, acudía. A mí no me asusta la oscuridad,
pero ella es más joven que yo; yo existía cuando ella nació. Son incontables
las visitas que le he hecho; ella es mi consuelo y mi refugio cuando la vida es
dura, y lo es la mayor parte de las veces.
Martes.- Estuve trabajando durante toda la mañana,
mejorando la finca; me mantuve intencionadamente alejada de él, con la
esperanza de que se sentiría muy solo, y que vendría. Pero no fue así.
Al mediodía suspendí el trabajo por aquel día, y
me dediqué a divertirme, correteando tras las abejas y las mariposas, y
extasiándome con las flores, seres hermosos que arrancan del firmamento la
sonrisa de Dios y la conservan. Reuní una cantidad de ellas y las trencé en
corona y guirnaldas, y me vestí con ellas en tanto que almorzaba manzanas, como
es natural. Después me senté a la sombra y anhelé y esperé. Pero él no vino.
No importa. Su venida no habría
conducido a nada, porque ninguna importancia da a las flores. Dice que son
basura; es incapaz de distinguir unas de otras, y está en la convicción de que
esa actitud le da superioridad. No le importo yo, no le importan las flores, no
le importa el firmamento pintado a la caída de la tarde. ¿Hay, acaso, algo a
que él de importancia, salvo el construir chozas para ponerse a cubierto de la
agradable y limpia lluvia, y el dar con los nudillos a los melones, catear las
uvas y tantear las frutas de los árboles para cerciorarse de cómo van madurando
todas esas cosas?
Coloqué en el suelo, a lo largo, un
palo seco y me empeñé en agujerearlo, valiéndome de otro palo; yo llevaba mi
plan, pero tuve de pronto un susto terrible. Del agujero que estaba haciendo se
alzó de pronto una película azulada, delgada y transparente. ¡Lo abandoné todo
y eché a correr! Pensé que era un espíritu. ¡Qué terror el mío! Pero volví la
cabeza y miré hacia atrás, viendo que no me seguía; en vista de eso, me recosté
en una roca, jadeante, y dejé que todo mi cuerpo siguiese estremeciéndose,
hasta que recobró la calma; entonces volví paso a paso hacia atrás, en guardia,
alerta, mirando bien, dispuesta a darme de nuevo a la fuga si había lugar para
ello; cuando estuve cerca, miré por entre las ramas de un rosal -¡cómo me
hubiera gustado que anduviese por allí el hombre, para que me viese astuta y
bella!- pero el duende había desaparecido. Me acerqué y vi que dentro del
agujero había un poquito de polvo color rosa. Metí el dedo para tocarlo,
exclamé ¡uy! y volví a sacarlo. Experimenté un dolor cruel. Me metí el dedo en
la boca; conseguí aliviar mi dolor después de mucho apoyarme primero en un pie,
luego en otro, y de mucho gruñir; después de lo cual se despertó en mí un
vivísimo interés, y me dediqué a estudiar aquello.
Tenía curiosidad de saber qué era el
polvillo color de rosa. De pronto, y aunque nunca lo hubiese oído hasta
entonces, se me ocurrió el nombre. ¡Aquello era el fuego! Estaba tan segura como pudiera estarlo una persona sobre
cualquier cosa. Y sin vacilar lo llamé así: fuego.
Yo había creado así algo que antes
no existía; había agregado una cosa nueva a las incontables riquezas del mundo;
me di cuenta de ello, me sentí orgullosa de mi proeza, y ya iba a echar a
correr para encontrarlo a él y para contárselo, imaginándome que de ese modo
crecería en su estima, pero reflexioné y no lo hice. No, él no le daría
importancia. Me preguntaría que para qué servía aquello, y ¿qué le iba yo a
contestar? Aquello no servía para nada; era sólo hermoso, simplemente hermoso.
Suspiré, pues, y no fui en su busca.
Aquello no era útil para nada; con aquello no se construía una choza, ni se
mejoraban los melones, ni se apresuraba la madurez de la cosecha de frutas;
resultaba inútil, simple tontería y vanidad; él lo despreciaría y haría
comentarios mordaces. Para mí, sin embargo, no era cosa despreciable, y
exclamé: «¡Oh, tú, fuego, te
amo, ser delicado color de rosa, porque eres hermoso, y con eso me basta!» Iba a ponérmelo junto al pecho, pero
me contuve. Y acto continuo me saqué de mi cabeza otra máxima, aunque tan
parecida a la primera, que temí no pasaba de ser un plagio: «El experimento quemado, huye del
fuego.»
Volví a darle al palo; cuando tuve
reunido un buen montón de polvo de fuego lo vacié sobre un manojo de musgo
seco, con intención de llevármelo a casa y conservarlo siempre para jugar con
él; pero sopló el viento, lo desparramó, me escupió rabiosamente y yo lo solté
y eché a correr. Cuando me volví a mirar, el espíritu azul subía hacia arriba,
se extendía y alargaba en ondas. Instantáneamente se me ocurrió su nombre: ¡humo!, aunque doy mi palabra de que
nunca había oído hablar de tal cosa.
No tardaron en estallar al través
del humo resplandores brillantes, amarillos y rojos, a los que puse
instantáneamente nombre -llamas-, y
también ahora estaba en lo cierto, a pesar de que eran las primeras que hasta
entonces había habido en el mundo. Subieron por los árboles arriba, surgieron
espléndidas, en bocanadas, de entre la enorme y creciente masa de humo. ¡Y yo
no pude menos que palmotear y danzar, enajenada de gozo! ¡Era un espectáculo
nuevo, extraño, sorprendente y maravilloso!
El vino a todo correr, se detuvo a
contemplar aquello con asombro, y no pronunció una palabra durante muchos
minutos. Luego preguntó qué era. Mala cosa de verdad el que me plantease una
pregunta tan directa. No tuve más remedio que contestarla, como lo hice. Le
dije que era fuego. No era culpa mía el que le molestase que yo lo supiese; no
deseaba en modo alguno molestarle. Después de un silencio, preguntó:
-Y ¿cómo se ha producido?
Otra pregunta directa a la que no
cabía sino una contestación directa.
-Lo hice yo.
El fuego se propagaba más y más
lejos. El se aproximó al borde del lugar quemado y se quedó mirando al suelo.
Luego preguntó:
-Y éstos, ¿qué son?
-Carbones.
Recogió uno para examinarlo, pero
cambió de opinión y lo dejó otra vez en el suelo. Después se marchó. No se
interesa por nada.
Pero yo
sí que me interesé. Vi cenizas grises, suaves, delicadas y lindas, y en el acto
supe lo que eran. Y las brasas; también supe lo que eran las brasas. Encontré
mis manzanas, las extraje de entre las brasas y me alegré, porque soy muy joven
y de buen apetito. Parecían estropeadas; pero no era así; estaban mejor que
crudas. El fuego es hermoso; yo creo que llegará día en que será útil.
Viernes.- El último lunes, a la caída de la
noche, volví a verlo, pero sólo durante un momento. Esperaba que me elogiase
por mis esfuerzos en mejorar la finca, porque mis intenciones eran buenas y
había trabajado de firme. Pero no se mostró satisfecho, y se alejó de mí.
También estaba disgustado por otro motivo: intenté una vez disuadirle de que se
tirase por las Cataratas. Lo hice porque el fuego me había hecho conocer un
nuevo sentimiento -un sentimiento
completamente nuevo y distinto del amor, del dolor y de los demás que había
experimentado hasta entonces-: el sentimiento de temor. ¡Sentimiento horrible!
¡Ojalá no lo hubiese conocido nunca! Le debo momentos angustiosos, estropea mi
felicidad, me hace estremecer, temblar y escalofriarme. Pero no conseguí
convencerlo, porque él no ha descubierto aún el miedo, y por eso no podía
comprenderme.
EXTRACTO DEL DIARIO DE ADAN
Quizá
yo debería tener en cuenta que ella es muy joven, nada más que una muchacha, y
ser generoso. Ella es toda interés, anhelo, vivacidad; el mundo es para ella un
encanto, un asombro, un misterio, un gozo; cuando descubre una flor nueva, el
placer le corta el habla, necesita piropearla, acariciarla, olfatearla,
dirigirle la palabra y derramar sobre ella epítetos enternecedores. La
enloquecen los colores: las rocas marrones, las arenas amarillas, el musgo
gris, el verde follaje, el cielo azul, el perla del alba, las sombras purpúreas
sobre los montes, las islas doradas que en el ocaso flotan sobre mares de
carmesí, la pálida luna que surca por entre las nubes en jirones, los luceros
que centellean en las inmensidades del espacio; ninguna de estas cosas tiene
valor práctico alguno, que yo sepa, pero a ella le basta con que tengan
colorido y majestuosidad para volverse loca. Si fuese capaz de sosegarse y
permanecer tranquila un par de minutos seguidos, constituiría un espectáculo
tranquilizador. En ese caso creo yo que disfrutaría contemplándola; sí, estoy
seguro, porque estoy empezando a darme cuenta de que ella es un ser
notablemente bien parecido, flexible, esbelta, bonita, de suaves curvas, bien
conformada, ágil y graciosa, y en cierta ocasión tuve que confesarme que es
hermosa: se hallaba de pie, como un mármol de blanca y embebida de sol encima
de un peñasco, con la cabeza juvenil echada hacia atrás, haciéndose sombra a
los ojos con la mano, mientras seguía en el cielo el vuelo de un ave.
Lunes al mediodía.- Si existe algo sobre el planeta
que no despierte su interés, yo no lo tengo en mi lista. A mí me son
indiferentes determinados animales, y en eso me diferencio de ella. Ella no
hace diferencias, se aficiona a todos, los toma a todos por alhajas y todo
animal nuevo encuentra en ella buena acogida.
Cuando el potente brontosauro se nos metió dando zancadas en el campo,
ella lo miró como una adquisición, y yo lo consideré una calamidad; éste es un
ejemplo de la desarmonía que impera en nuestra manera de ver las cosas. Ella
pretendía domesticarlo, y yo quise regalarle nuestra casa y largarnos a otra
parte. A ella le pareció que se le podría domesticar con el trato cariñoso y
que constituiría un juguete; yo dije que un juguete de veintidós pies de
estatura y de ochenta y cuatro pies de largo no era lo más indicado para que
anduviese entre nosotros, porque aún con las mejores intenciones y sin
propósito de causar daño, podría echarse encima de nuestra casa y deshacerla,
porque basta con mirarle a los ojos para convencerse de que era un distraído.
Pues, con todo eso, ella tomó a pecho el conservar semejante monstruo, y
no pudo renunciar al mismo. Pensó que podríamos iniciar con él la instalación
de una granja lechera y se empeño en que le ayudase yo a ordeñarlo. Me negué;
era demasiado peligroso. El sexo estaba equivocado, y, en cualquier caso,
tampoco teníamos una escalera. Quiso después cabalgar en aquel animal y
contemplar el paisaje. Apoyaba en el suelo unos treinta o cuarenta pies de cola,
y a ella se le antojó que resultaría cosa fácil el encaramarse por ella, pero
estaba en un error; cuando llegó a la parte empinada se encontró con que era
demasiado lustrosa, y se vino abajo de manera que se habría lastimado de no
haber estado yo allí.
¿Le bastó eso para convencerse? No. A ella no la convencen sino las
pruebas; las teorías no puestas a prueba no entran en su negocio, y se niega a
admitirlas. Reconozco que la suya es la manera justa, y que me atrae, y que
experimento su influencia; opino que acabaría adoptando esa misma norma si
permaneciese más tiempo con ella. Pues bien: aún le quedaba una teoría a
propósito de este coloso, a saber: que si nosotros lográbamos domesticarlo y
que se amigase con nosotros, nos sería posible colocarlo a través del río y
emplearlo como puente. Resultó que -al menos por lo que se refería a ella- el
animal estaba suficientemente domesticado; de modo, pues, que puso en práctica
su teoría, pero le falló; cuantas veces consiguió situarlo de manera
conveniente a través del río y volvió ella a tierra para cruzar aquel por
encima del animal, éste se salió del agua y se volvió para seguirla, lo mismo
que una montaña mimada. Igual que los demás animales. Porque todos hacen lo
mismo.
Viernes.- Martes, miércoles, jueves y hoy:
en todo ese tiempo sin verlo a él. Resulta muy largo para estar sola; aunque
siempre es preferible estar sola que ser mal recibida.
A mí me era indispensable la
compañía -creo que yo estoy hecha para vivir en compañía-, y por eso me he
buscado amigos entre los animales. Son encantadores y tienen el carácter más
amable y los modales más corteses; jamás se muestran agrios, jamás le dan a
entender a una que se está entremetiendo, le sonríen a una moviendo la cola
-los que la tienen-, y están siempre dispuestos a retozar, a emprender una
excursión o a cualquier cosa que se les proponga. En opinión mía, son unos
perfectos caballeros. ¡Qué bien lo hemos pasado en todos estos días! Ni un
instante me he sentido sola. ¡Sola! No, bien puedo decir que no. Siempre tengo
un hormiguero de ellos a mi alrededor -en ocasiones ocupan cuatro y cinco
acres- y me es imposible contarlos; y cuando me subo a lo alto de una roca en
medio de ellos, y paso mi vista por toda aquella superficie de pieles velludas,
se me presenta tan abigarrada, salpicada y alegre de color, de retozonería
tornasolada y ráfagas luminosas, y tan ondulante de franjas de color, que se la
tomaría por un lago, aunque sabiendo que no lo es; hay torbellinos de pájaros
que viven en sociedad y huracanes de alas runruneantes; y cuando el sol hiere
todo aquel hervor de plumaje, llamean todos los colores imaginables como para
enceguecerla a una.
Hemos hecho largas excursiones, y yo
he visto muchísimo mundo; creo que casi todo; de modo, pues, que soy la primera
viajera, y la única. Cuando avanzamos en nuestra marcha, es aquello un
espectáculo imponente -no hay en parte alguna otro que pueda comparársele-. Yo
cabalgo, para mi comodidad, a lomos de un tigre o de un leopardo; lo hago
porque son asiento blando, tienen la espalda arqueada y son espléndidos
animales; cuando se trata de distancias largas, o si quiero contemplar el
panorama, cabalgo sobre un elefante. El mismo me aúpa con su trompa, y para
descender lo hago sola; en el momento en que nos disponemos a acampar, el
elefante se sienta, y yo me dejo deslizar por la espalda hasta el suelo.
Pájaros y animales se tratan
amistosamente los unos a los otros, y no disputan por nada. Todos ellos hablan
y todos ellos me dirigen a mí la palabra, pero conversan seguramente en un
idioma extranjero, porque no les comprendo ni una palabra; sin embargo, ellos
me comprenden muchas veces cuando les contesto, especialmente el perro y el
elefante. Esto me avergüenza. Demuestra que son más inteligentes que yo, y, por
tanto, que son superiores a mí. Me molesta, porque yo quiero ser el Experimento
principal, y me propongo serlo.
He aprendido gran cantidad de cosas;
ahora soy instruida, pero al principio no lo era. Al principio era una
ignorante. Eso me causaba fastidio, porque, por mucho que estuviese ojo avizor,
nunca era tan lista como para ver cuándo subían las aguas monte arriba; ahora
ya no me preocupa. A fuerza de hacer comprobaciones y comprobaciones, he
llegado a asegurarme que jamás corren monte arriba, como no sea en la oscuridad.
Que suben las aguas monte arriba en la oscuridad lo sé porque el estanque no se
seca nunca, cosa que ocurriría, desde luego, si el agua no volviese a subir de
noche. No hay nada como comprobar las cosas mediante auténticos procedimientos;
así es como se llega a saber de cierto; si una no sale de intuiciones,
suposiciones y conjeturas, jamás llega a instruirse.
Hay algunas cosas que es imposible
descubrir; pero si una no sale de las suposiciones y conjeturas, no llega jamás
a conocer esa imposibilidad. No llega, y
es preciso tener paciencia y seguir experimentando hasta descubrir que no es posible descubrir.
Resulta delicioso el llevar las cosas de ese modo y el mundo ofrece mucho
interés. Si no hubiese nada que descubrir, sería aburrido. El esforzarse por
descubrir sin llegar a descubrir es tan importante como el esforzarse por
descubrir y conseguirlo, y hasta quizá ofrezca aún mayor interés. Mientras no
descubrí el secreto del agua, éste era como un tesoro; una vez descubierto,
desapareció la emoción y experimenté una sensación de vacío.
Por haber hecho experimentos me
consta que la madera flota, y también las hojas secas, las plumas y otras
muchas cosas; acumulando todas estas pruebas llega una a saber que las rocas
flotarán; pero hay que conformarse con saberlo, porque no hay modo alguno de
ponerlo a prueba, hasta ahora, al menos. Sin embargo, yo encontraré el medio, y
entonces desaparecerá esta emoción. Estas cosas me entristecen; cuando, poco a
poco, lo haya descubierto todo, ya no habrá emoción alguna. ¡Con lo que a mí me
gusta la emoción! Este pensamiento me quitó la otra noche el sueño.
En mis comienzos no acertaba a
descubrir para qué había sido yo formada; ahora creo que lo fui para ir
poniendo en claro los secretos de este mundo maravilloso, siendo feliz y dando
las gracias al Dador del mismo por haberlo trazado de la manera que lo ha
hecho. Yo creo que queda todavía mucho por aprender, y ojalá que así sea; si
dispongo las cosas con economía y sin darme demasiada prisa, creo que tendré
para muchas semanas. Ojalá. Si se tira una pluma al aire, ésta navega por el
espacio hasta perderse de vista; pero si tiro a continuación un terrón, no
navega. Se viene al suelo siempre. Lo he experimentado una y otra vez y siempre
ocurre lo mismo. ¿Por qué será? Bueno; caer al suelo, no cae; pero ¿por qué ha
de parecer que cae? Me imagino que se trata de una ilusión óptica. Quiero decir
que una de las dos cosas lo es. Yo no sé cuál. Puede que lo sea la pluma y
puede que lo sea el terrón; no me es posible demostrar cuál de los dos; lo
único que puedo demostrar es que el uno o la otra es un engaño, y que cada cual
elija lo que prefiera.
A fuerza de fijarme, sé ahora que
las estrellas no han de durar siempre. He visto cómo algunas de las más
hermosas se han deshecho y han caído cielo abajo. Si una puede deshacerse, lo
mismo podrá ocurrirles a todas, y puesto que todas pueden deshacerse, les puede
ocurrir eso a todas la misma noche. Será un dolor que ocurrirá alguna vez,
estoy segura. Me propongo permanecer todas las noches sentada y contemplándolas
mientras permanezca despierta; grabaré en mi memoria esos campos
relampagueantes, y de ese modo, cuando lleguen a desaparecer, podré volver a
poblar con la imaginación el negro firmamento de esas miríadas de luceros,
haciendo que relampagueen de nuevo y multiplicándolos por dos en el borrón de
mis lágrimas.
DESPUES DE LA CAIDA
Cuando vuelvo la vista atrás, el
Jardín se me representa como un ensueño. Era hermoso, insuperablemente hermoso,
encantadoramente hermoso, y lo he perdido para no verlo más.
He perdido el Jardín, pero lo he
encontrado a él, y estoy satisfecha.
Me ama todo lo mejor que sabe; yo le amo a él con la energía toda de mi
naturaleza apasionada; creo que esto es propio de mi juventud y de mi sexo. Si
yo me pregunto a mí misma por qué le amo, me encuentro con que no lo sé, y lo
cierto es que no me importa mucho el saberlo; creo, pues, que esta clase de
amor no es un producto del razonamiento y de las estadísticas, como lo es el
amor por los reptiles y los animales. Creo que es así como debe ser. Tengo amor
a ciertos pájaros por su canto; pero a Adán no lo amo por su manera de cantar;
no, no es eso; cuanto más canta, menos me acostumbro a su canto. Sin embargo,
le pido que cante, porque quiero llegar a tomar gusto a todo aquello que a él
le interesa. Estoy segura de que llegaré a tomárselo a su canto, porque al
principio me resultaba insoportable, pero ahora lo soporto. Su canto agria la
leche, pero no importa; me acostumbraré a la leche agria.
No le tengo amor por su inteligencia;
no, no es por eso. Como él no se la hizo tal como ella es, no se le puede
censurar; él es como Dios lo hizo, y con eso basta. A mi parecer, fue una cosa
bien pensada. Se desarrollará con el tiempo, aunque yo creo que no se
desarrollará de golpe; además, no hay ninguna prisa; está bien tal como está.
No le tengo amor porque sus maneras
sean nobles y consideradas ni por su finura. No, porque en estos aspectos tiene
fallos; pero con todo, bien está como está, y además va mejorando.
No le tengo amor por su habilidad
manual; no, no es por eso. Creo que la tiene, y no sé por qué razón la oculta
de mí. Es lo único que me duele. En todo lo demás es ahora franco y sincero
conmigo. Estoy segura que es esto es lo único que me oculta. Me duele que tenga
un secreto para mí, y en ocasiones el pensarlo me quita el sueño; pero estoy
resuelta a olvidarme de ello. No será eso lo que enturbie mi felicidad, que,
por lo demás, rebosa fuera de mí.
No le tengo amor porque sea instruido;
no, no es por eso. El ha aprendido por sí mismo y sabe multitud de cosas; pero
no como ellas son.
No le
tengo amor por su caballerosidad, no, no es por eso. El me delató, pero yo no
le censuro; es una característica de su sexo, según creo, y no fue él quien
hizo su sexo. Claro está que yo no lo hubiera delatado a él, y que antes me
habría dejado matar; pero ésta es también una característica del sexo y no me
envanezco de ella, porque tampoco yo hice mi sexo.
Pues entonces, ¿por qué razón le
amo? Simplemente porque es del sexo
masculino; por eso le amo, según creo.
En el fondo es bueno, y le tengo
amor por eso; pero creo que aunque no lo fuese, le amaría. Aunque me pegase e
insultase, yo seguiría amándole. Estoy segura. Creo que es nada más que una
cuestión de sexo.
El es fornido y hermoso, y yo le amo
por eso, y lo admiro y estoy orgullosa de él; pero aun sin esas cualidades le
amaría. Aunque fuese feo, yo le amaría; aunque fuese una ruina, yo le amaría, y
trabajaría para él, y viviría esclava de sus necesidades, y rezaría por él y
velaría junto a su lecho hasta que muriese.
Sí; yo creo que le amo nada más que
porque es mío y porque es del sexo masculino. Creo que no existe otra
razón. De modo, pues, que viene a ser lo que dije al principio: que esta clase
de amor no es producto de razonamientos ni de estadísticas. Le da a una simplemente (sin que nadie sepa
cómo), y no tiene explicación posible. Ni la necesita.
Así
opino yo. Pero como soy nada más que una muchacha, y la primera que se pone a
estudiar esta materia, quizá resulte que, debido a mi ignorancia y a mi
inexperiencia, no lo acerté.
CUARENTA AÑOS DESPUES
Mi súplica y mi anhelo es que
salgamos de esta vida juntos, y es ése un anhelo que jamás desaparecerá de la
tierra, sino que subsistirá en el corazón de todas las esposas que aman, hasta
el fin de los tiempos, y será llamado por mi nombre.
Pero mi plegaria es que si uno de
nosotros ha de salir antes de esta vida, sea yo la que me adelante; él es
fuerte; yo frágil; no le soy tan necesaria a él como él me es a mí. Vivir sin
él no sería vida; ¿cómo podría yo soportarla? También ésta es una plegaria
inmortal, que no dejará de subir a lo Alto mientras subsista mi raza. Yo soy la
primera esposa; la última esposa será una repetición mía.
JUNTO A LA TUMBA DE EVA
ADAN.- Dondequiera que ella estaba, estaba el Paraíso.
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