Este mes, la editorial Caja Negra publica Elegía Joseph Cornell de María Negroni. Con este prólogo, la autora presenta el ensayo.
Por María Negroni.
Joseph Conrell:
En el interior de tus cajas
Mis palabras se volvieron visibles
Un instante.
Octavio Paz
También el cuerpo es una caja
que alberga un corazón y está
atiborrado de ausencia.
Susan Wood
Por María Negroni.
Joseph Conrell:
En el interior de tus cajas
Mis palabras se volvieron visibles
Un instante.
Octavio Paz
También el cuerpo es una caja
que alberga un corazón y está
atiborrado de ausencia.
Susan Wood
De Cornell me atraía, sobre todo, su imaginario enraizado en el siglo XIX: su pasión por las divas y las ballerinas; por Novalis y Rimbaud; Berlioz y Emily Dickinson; por el junk urbano y los artificialia; los mapas y los sueños, las pompas de jabón y los juguetes, los hoteles y lo profusamente literal. Pero, sin duda, lo que más me sedujo entonces- acaso porque yo misma no cesaba de explorarla- fue su relación con la ciudad, a la que su avidez concebía como gabinete fantástico, como sitio privilegiado donde se puede, al abrigo del anonimato, ejercer la observación y el saqueo o, lo que es igual, abrirse a infinitas representaciones del mundo, y, sobre todo, de uno mismo.
Se me dirá que esta idea ya está presente en Baudelaire y es verdad. Pero Cornell (1903-1972) graba otro centro. Para el mapa de sus fantasías, todo lo que vale la pena buscar se circunscribe a un radio que comienza y termina en Times Square. Manhattan es la máquina de imágenes que se le ofrece en miniatura, con la generosidad de un laberinto, y cuyas innumerables puertas, visibles y ocultas a la vez, hacen pensar en el hermoso palacio de la divinidad de los cabalistas y en la catastrophe féerique que imaginó Le Courbusier.
Manhattan, quiero decir, fue la patria de su imaginación. Allí concebía sus cajas, las armaba paripatéticamente como teatros poéticos donde quedarse a vivir. Allí vagaba sin rumbo, dejándose llevar, extraviándose en las librerías de viejo, los revoltijos de la calle 14, los mercados de pulgas, como si fuera un detective abocado a lo insoluble.
Contra lo que suele pensarse, sin embargo, Cornell no fue un surrealista sino más bien un excéntrico. Alguien que, aturdido por los dolores de cabeza y el insomnio, salía cada mañana de su casa en la avenida Utopia (Queens)- donde siempre vivió, con su madre y un hermano paralítico- a buscar “cosas” que le permitieran, más tarde, catalogar lo insólito. A veces, también, lo que encontraba eran films- en general clase B o caseros- que luego intervenía, mediante las técnicas del injerto y el collage, con la intención de morabilia del sentimiento. Con el tiempo, ese interés se amplió y llegó a trabajar- ya que odiaba usar la cámara- con varios cineastas de la vanguardia experimental neoyorquina (Stan Brakhage o Rudy Burckhardt, por ejemplo) a quienes daba indicaciones precisas sobre qué y cómo filmar.
Como fuere, ni los cortos en colaboración ni sus propios montajes se muestran a menudo en Nueva York. Yo misma tardé más de una década en descubrir ese tesoro. (La ocasión: una retrospectiva que organizó elAnthology Film Archives.) ¿Tengo que que decir que quedé flechada por segunda vez? ¿Que sus films me parecieron un festival de la infancia muerta? ¿Un repertorio de alegrías tristes para seres desahuciados?
Si de mi largo y secreto diálogo con las cajas de Cornell dejé huellas enMuseo negro y en Pequeño mundo ilustrado (también en mi traducción del libro Totemismo y otros poemas que el poeta Charles Simic le dedicó), el texto que el lector tiene ahora entre las manos quiere ser el registro de mi confrontación con su cine, más específicamente, con una imagen de ese cine: la de una nena que pasa desnuda, montada sobre un corcel blanco, con el pelo que la cubre, como si fuera una versión diminuta- y perturbadora- de Lady Godiva. (La imagen pertenece a su film Children´s Trilogy.)
El arte- pareciera sugerir Cornell- siempre lee un libro interior que habla de la ciudad del alma. En esa ciudad hay cosas de lo más curiosas: magias de circo, fiestas de Halloween, travesuras, parques cubiertos de nieve, palomas sobre estatuas ecuestres, y hasta bustos de Mozart que observan todo desde una vidriera en Mulbery Street. Hay también, en ciertas conjunciones o geografías temporales, una luz secreta que hace coincidir la maravilla con el laberinto que la esconde. Entonces el libro se cierra, la ciudad sueña, el centro desaparece. Queda el mundo, esa visión inasible, aterradora, y magnífica.
http://blog.eternacadencia.com.ar/archives/2013/28928
aporte de la profesora Rosana Koch
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